Los sueños suelen basarse en nuestras vivencias diarias, deseos, preocupaciones o miedos, adornados con metáforas visuales y auditivas, y son manifestaciones de nuestro subconsciente. Por lo tanto, no recordarlos puede deberse a que los
censuramos automáticamente por considerarlos obscenos o inmorales.
Si solemos reprimirnos en la vigilia, es más probable que ocurra
esto al despertarnos.
Otra
veces los sueños son olvidados porque nos levantamos (y vivimos) demasiado
deprisa, sin tiempo para recapacitar
sobre nosotros mismos.
Los
que recuerdan sus sueños suelen tener mejor opinión de sí mismos
que quienes no lo hacen.
Los
niños suelen recordar la mayoría de los sueños porque no tienen
problemas ni prisa y no se reprimen. Además saben cómo soñar lo
que desean y moverse dentro del mundo onírico a sus anchas.
Ésta
es otra capacidad que perdemos al crecer, la de manipular nuestros
sueños, una actividad muy divertida y barata. Los adultos que son
conscientes de sus sueños y deciden qué hacer en ellos son llamados
onironautas. Normalmente este colectivo utiliza los sueños para
divertirse, igual que el cine, o el teatro, o como inspiración
literaria. Éste es el caso de grandes escritores como Mary Shelley,
Robert Louis Stevenson, William Shakespeare o Stephen King. No es
sorprendente que la gente que se dedica a tareas creativas tenga más
facilidad para recordar los sueños.
En
algunas pseudociencias creen que estos sueños no son tales, sino
viajes astrales. Aquí nos vemos obligados a desmentirlo, es sólo
una función fascinante del cerebro.